La mofa.

la intolerancia tiene un lado que parece gracioso pero que es atroz: mofarse de todo aquello que no piensa como uno, que no es como uno, que es distinto a uno. Entre las sombras, a la mofa, o escondiéndose en falsos nombres la expresan los cobardes; y a la luz del espectáculo, a la mofa, la manifiestan los valientes soberbios, los altivos y poderosos, los inefables supremacistas, en transitorios momentos de euforia que les otorga  efímeros triunfos, sabiendo que el aplauso de arrastrados mofadores les será dado por cualquier cosa que digan y hagan por miedo terror, mendrugos o espanto.

La mofa, mofarse, es por cierto la más horrenda máscara de la hipocresía, un pavoneo ruidoso de mirada de gozo mezclada con ansias demostrativas e incitadoras de castigo. Siempre sonriente, la mofa, hasta fingiendo llanto, en búsqueda de cómplices que se sumen a la oración fundamentalista para enfervorizar a los hambrientos pusilánimes, un coro desentonado de ángeles estúpidos y ululantes que de tanto ser mancilladlos  no saben ni quién ni qué es su Dios, pero sí tienen claro, más que claro, quién es su amo. El amo,  ese,  el dueño del espectáculo el dueño de la mofa, el autor del drama y constructor de la tragedia hecha comedia, expuesta en un entremés devenido en sainete y convertido con premeditación y alevosía en una farsa, y por último, para rematar la función, en un grotesco,  el grotesco de la víctima vencida, avergonzada, lista y adobada para  exponerla a la plebe, la gran turba, a la chismosa susurrante “la opinión pública” esa  la de  antorchas de teléfonos encendidos, excitada, por al fin ser  parte de algo importante, solo por ser espectadora de discusiones entre importantes patrocinados, que  extasiados, creyéndose amos ante lo explícito del escarnio, el dolor humano, lo entregarán para ser devorado crudo.

Indigesta, la chismosa susurrante guardará silencio, momentáneamente, solo por un instante.


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